viernes, 29 de agosto de 2014
CRÍTICA Y ARGUMENTACIÓN A PARTIR DE LA ÉTICA DE ALAIN BADIOU
Trabajo elaborado en colaboración con el Dr. José Gabriel Yamuni Chaer
“Hay que dar vuelta el tiempo como la
taba,
que el que no cambia todo, no cambia
nada”.
Armando Tejada Gómez
(“Triunfo agrario”)
Consideración
general
Estas
reflexiones se elaboran a partir de la libre interpretación de la lectura de la obra “La Ética - Ensayo sobre la conciencia del
Mal”, de Alain Badiou (1937), en la que el autor efectúa consideraciones que
permiten abordar la realidad desde una visión ética, a propósito de ser este el
objetivo general del ensayo, y plantea que asistimos a un “retorno a la ética”,
palabra que toma en un sentido esfumado, aunque más próximo a Kant (ética del
juicio) que a Hegel (ética de la decisión). Para Badiou “ética” designa
actualmente un principio en relación con “lo que pasa” sobre las situaciones
históricas (ética de los derechos del hombre), las situaciones
técnico-científicas (ética de lo viviente, bio-ética), las situaciones sociales
(ética del ser-en-conjunto), las situaciones referidas a los medios (ética de
la comunicación), etc. Pero esta norma es hoy una ética adosada a las
instituciones y al Estado, que impone así su propia autoridad (comisiones
nacionales de ética), en cuyo nombre todas las profesiones se interrogan sobre
su “ética”, y hasta se emprenden expediciones militares en nombre de la “ética
de los derechos del hombre”. Esta “inflación socializada” de la referencia
ética llevará a Badiou a cuestionar su utilización y su contenido, al punto de
considerarla, por un lado, “un verdadero nihilismo y una amenazante denegación
de todo pensamiento”, y de asignarle, por el otro, un sentido totalmente
distinto pues, lejos de ligarla a categorías abstractas (el Hombre, el Derecho,
el Otro...), la relacionará con “situaciones”, con “lo que pasa”, con el
presente, y en lugar de poner en juego solamente la buena conciencia
conservadora, quedará ligada al destino de las verdades.
Las agudas consideraciones de
Badiou nos abren la oportunidad de elaborar un punto de vista distinto,
crítico, acaso desafiante, de las estructuras formales que bajo los rigores del
convencionalismo, invaden la realidad imprimiéndole una macrovisión hegemónica
que impregna todo pensamiento y acción, con normas y criterios que, a fuerza de
haber sido los más transitados en nombre del poder, culminan identificándose
con la naturaleza de los comportamientos humanos.Esta mirada conservadora,
entendida como manifestación absoluta elevada al extremo de arrogarse para sí
el derecho de los vencedores, como principio inmutable que sostiene a quienes
detentan y gestionan el poder y establecen las reglas para todos, ocupando
muchas veces el lugar de juez y de parte, es lo que intentamos cuestionar
haciendo eje en el diagnóstico de que cada vez que se quiera abordar el
problema, la realidad pone en nuestra consideración herramientas como la
crítica y la argumentación que, al ser elementos que el derecho utiliza para
dar forma y sentido a sus acciones, transforma este ejercicio en una suerte de
tránsito tautológico o, mejor aún en un metálogo (al decir de Bateson), donde
lo que se cuestiona es igual a la cosa cuestionada. Esta característica,
sabida, conocida y tal vez por ello no abordada frecuentemente o incluso
intencionalmente eludida, más que impregnándola esté quizás constituyendo la
esencia de la materia sobre la que estamos reflexionando. Tal vez nos hayamos
resignado a que la naturaleza de ciertas cosas no se aborda o no se profundiza
porque “algo” o “alguien” ha dispuesto que no se cambian. Y tal vez allí aniden
también todos los males de las cosas que en nuestro devenir decimos que están
mal, quizás porque nos afectan o porque en nuestro afán de cambiar, de mejorar,
de buscar justicia, que es lo que da sentido a nuestro trabajo, vemos que esos
elementos, la crítica y la argumentación en este caso, no son suficientes para
obtener como resultado la realización plena del valor Justicia. O acaso sea
cierto que la única justicia como tal es la divina y debamos aceptar que la
realidad a la que arribamos día a día es lo máximo a lo que podemos aspirar.
Pero puede ser cierto también que, tal como se analizara desde la escuela de
Frankfurt (Adorno), se supone que la evolución o, mejor dicho, el progreso es
posible, y que nuestros tiempos no son iguales (mejores o peores según las
lecturas de las diversas escalas de valores). Sin embargo si en distintos foros
y tiempos surgen las inquietudes es porque algo puede cambiar, está por
cambiar, o es necesario cambiar; y si se piensa que es así, es porque puede ser
posible y nadie imaginaría que el resultado pudiera ser peor. Y aunque tal
posibilidad (el logro peor) sea inherente a la realidad aún como cálculo de
probabilidades, en la visión de Badiou tendrá ese destino inexorable, es decir,
desde la ética contemporánea toda la idea de justicia o igualdad termina de
forma catastrófica, pues invariablemente vira hacia lo peor. Así, el socialismo
siempre terminará en una dictadura o en un régimen totalitario.
Introducción
Varios son los aspectos sobre los que debemos señalar una visión o
paradigma diferente para poder fundamentar una mirada crítica acerca de los
principios en los que se basan las estructuras jurídicas que nos determinan o
nos absorben. Sobre todo teniendo como horizonte una aspiración que permita
avanzar hacia su realización, poniendo en juego tanto la teoría como la
práctica: avanzar hacia un cambio de paradigma que nos proporcione felicidad,
satisfacciones y posibilite un nuevo sentido a la visión social, popular y
democrática del siglo XXI.
Los tiempos actuales, muy aceleradamente y quizás con espíritu maniqueo,
nos muestran la necesidad de continuar construyendo sobre los edificios
preexistentes, consolidando con tal construcción las bases que podrían quedar
anticuadas para la soñada nueva estructura, o bien de acabar con todo sin que
eso implique la seguridad ni la convicción de que con la destrucción de la
forma estarían también asegurados los principios de una estructura diferente.
Ambos puntos de vista, posibles ciertamente, nos hablan de un pensamiento
conservador. La solidez y a la vez la debilidad del sistema jurídico (pensando
que hay una realidad objetiva en la que nos movemos como lo hacemos y las cosas
funcionan porque el sistema lo permite y las que consideramos que no funcionan
no lo hacen porque no nos satisfacen pero tienen complejos engranajes de
tolerancia o autoajuste que el mismo sistema plantea como mecanismos de defensa
para evitar los cambios profundos), tal como lo vivimos, nos mueve a pensar que
alguna vez sucederá un cambio que alumbre otro paradigma (que vendrá de la mano
de un cambio ideológico y político-social contundente), o también que el
sistema jurídico, garantizando mejores propuestas que cada vez contemplen mayor
inclusión en las consecuencias de lo que de él dependa, favoreciendo ventajas y
no haciendo valer sólo los perjuicios del sistema mismo, pudiera producir
semejantes modificaciones que hicieran innecesario un cambio social profundo ya
que el derecho daría iguales posibilidades y resultados a todos. ¿Un derecho
universal? Para Badiou, la ética actual hace foco en los derechos del hombre:
derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de disponer de libertades
“fundamentales”, etc. El emblema de esta ética son los derechos humanos, que
vigilan como un Gran Hermano y actúan policialmente para que aquellos derechos
se lleven a cabo. Lo primero que surge pensar aquí es si esto es posible dentro
de un sistema como el capitalismo que se basa en las diferencias y en el
sostenimiento de las mismas, y que si no existiera la división del trabajo
(fronteras adentro o afuera), estaríamos discutiendo otra cosa.
¿El derecho se plantea como ecuménico? ¿Existen valores universales? Si
vemos a la ética como el imperio de los valores, como una doctrina que dicta el
código del bien y el mal, podemos decir que es la encargada de reglar qué
conductas son aceptables o rechazables, qué nos es lícito hacer e incluso qué
nos está permitido pensar. Lo bueno o lo malo responde a escalas de valores que
no todos comparten. Borges decía cuando le preguntaban qué opinaba de la realidad:
“¿Cuál realidad, la suya o la mía?”. Las condiciones objetivas a las que nos
obliga el análisis desde el marxismo no tienen en cuenta que lo objetivo es un
valor ideológico, que el bien para los hombres no es el mismo a partir de algún
momento en el devenir de los tiempos y que, impedidos de detectar con precisión
el momento del nacimiento de ese factor que da como consecuencia la
imposibilidad de compartirlo todo, aquello que se construye y/o acepta como
canon no es más que el acuerdo tácito o expreso de un élite de poder en un
momento determinado que entonces fija reglas hacia adelante para perpetuar su
posición de dominación, disfrazada de civilización y cultura, opuesta a la
barbarie. ¿Puede existir un derecho universal, o valores universales, a partir
de un sujeto humano que desde la fundamentación de Badiou no es universal?
Así pues, planteamos algunas premisas que se nos hacen indispensables
antes de formular una eventual propuesta. Propuesta que podría quizás resumirse
en ninguna, una vez que transitados los análisis correspondientes,
concluyéramos en que tal como están las cosas no tienen remedio, y que poco
importa expresar una vocación de cambio allí donde todo está tan mal que haría
innecesario, tautológico quizás, pretender cambiar lo que requiere un espíritu
de cambio permanente que nunca se concrete en hechos. Un derecho posible en un
marco indefinido aún sería un derecho con formato trotskysta, esto es, con
cambio permanente y adecuación a las modalidades que el sistema imperante
imponga por defecto.
El principio de crítica
El principio de crítica impone revisar los niveles de censura con los que
atravesamos la vida cotidiana. La censura, restricciones o límites a la
libertad que nos son impuestas por regímenes o normas jurídicas, del nivel que
fueren, tienen su origen en principios arraigados que se comunican con los
principios de otras disciplinas vinculadas al derecho. Podemos decir que la
ética, reino de los valores, aposento de las “buenas costumbres” como doctrina
que dicta el código del bien y el mal, y que porta en su seno a la moral como
Caballo de Troya, es la encargada de reglar qué conductas son aceptables o
rechazables, qué nos es lícito hacer y hasta qué nos está permitido pensar. El
derecho romano, muy avanzado en su época, rápidamente es atravesado por
principios cristianos rectores de la vida cotidiana, por un ethos que tiene algo de moral que se
traslada a la sociedad. Es como aquello que en las tablas de la ley, principio
jurídico simbólico por excelencia, se plantea como dogma impuesto por derecho
divino, que torna a dejar secuelas en el derecho que sobreviene como
consecuencia de que quienes ejercen el derecho adquieren apreciaciones que
devienen de esa adscripción individual al nuevo dogma, al nuevo pensamiento. La
crítica se hace desde algún lugar y no es posible intervenir en algo, con
poderes sobre los otros, sin que esto tenga implicancias que se lean con un
origen espurio hacia el asunto del que se está tratando. La consideración del
derecho sobre un caso de violación hoy en la provincia de Formosa y la reacción
de la víctima y el victimario y los actores ocasionales o quienes se erigen en
serlo (medios de comunicación con ideologías claras, corporaciones religiosas,
opinión pública conducida o no, educación pública y privada con los principios
que sostienen, etc.), es casi antagónica con la realidad que, amparándose en
las reglas formales, códigos a los que los individuos adscriben por acción u
omisión, se formulan desde diferentes sectores sociales, culturales y políticos
y que combinan el conocimiento de la situación con los atavismos propios de la
formación en la que fueron macerados. Así encontraremos desde quienes piensan
en un exceso de garantías (las cualidades no pueden tener superlativos), hasta
quien proponga la pena de muerte para el violador; desde quien justifique el
hecho por la situación social de una niña en condiciones de mayor
vulnerabilidad, hasta quien responsabilice a la propia víctima, o a sus
familiares cercanos, por el hecho acaecido. En todos los casos existe una
adscripción invisible (o invisibilizada) a un derecho que no se describe como
tal sino más bien como hechos de sentido común. Naturalmente no faltará quien
perciba la necesidad de administrar justicia por mano propia, dando por cierto
que hay principios que no se mencionan pero de los que él (como otros) pueden
dar cuenta, ajusticiando al supuesto culpable, sin contemplar al derecho como
tal, ni los principios jurídicos adquiridos a lo largo de la historia y de las
ideologías, ni las garantías que supone el montaje de la escena del proceso en
el caso.
Margaret Mead puso en evidencia de qué manera los principios culturales
de una sociedad se hacen carne, herencia observada como genética, y acción en
principios que naturalmente son dogmas que se imponen ideológica y
políticamente: [“¿Los disturbios que angustian a nuestros adolescentes se deben
a la naturaleza misma de la adolescencia o a la civilización? ¿Bajo diferentes
condiciones la adolescencia presenta diferentes circunstancias?”. Las conclusiones
de Mead fueron afirmativas en este sentido]. La iniciación sexual de las niñas
de Samoa (iniciadas por sus respectivos padres) podría por caso compararse con
el hecho de una violación en nuestra sociedad en la época actual y según
nuestros parámetros culturales. Ese margen atávico no está en discusión.
Pertenecemos a una sociedad que reconoce en hábitos, tendencias, idiomas,
representaciones diversas, una cultura de lo que es “normal”, una cultura
“portuaria” que añora pertenecer al “primer mundo” con desprecio malinchista y
renuncia obscena a sus orígenes, en suma una cultura de lo que
convencionalmente se acepta como “ético” y de la que se desprenden
comportamientos correlativos en cada rumbo que la sociedad emprende. No
obstante a nadie se le ocurriría pensar que el camino tomado es el único
correcto, como si hubiera sido el único posible. Esa “ética” nos señala qué es
política o socialmente lo “correcto”, y en su nombre se nos explica hoy, por
ejemplo, que la ética es el “reconocimiento del otro” (contra el racismo, que
niega al otro), o que hay una “ética de las diferencias” (contra el
nacionalismo, que querría la exclusión de los inmigrantes, o el sexismo, que
negaría el ser-femenino), o el “multiculturalismo” (contra la imposición de un
modelo de comportamiento y de intelectualidad unificado). O simplemente, la
buena y vieja “tolerancia”, que consiste en no ofuscarse si otros piensan y
actúan de otra manera que la suya propia. Este discurso del buen sentido, como
dice Badiou, no tiene ni fuerza ni verdad. Está muerto antes de nacer en el
enfrentamiento que él declara entre “tolerancia” y “fanatismo”, entre “ética de
la diferencia” y “racismo”, entre “reconocimiento del otro” y “crispación de la
identidad”. El problema es que el “respeto de las diferencias”, la ética de los
derechos del hombre, parecen definir muy bien una identidad y que, en
consecuencia, respetar las diferencias no se aplica sino en la medida en que
ellas son razonablemente homogéneas a esta identidad (la cual no es, después de
todo, sino la de un “Occidente” rico, pero visiblemente en su ocaso). Los
inmigrantes de los distintos países son, a los ojos de los partidarios de la
ética, aceptablemente diferentes si son “integrados”, si ellos quieren la
integración (lo cual, mirado más de cerca, parece querer decir: si ellos desean
suprimir su diferencia). Bien podría ser que, desligada de la prédica religiosa
que al menos le confería la amplitud de una identidad “revelada”, la ideología
ética no sea sino la última palabra de un civilizado conquistador: “Deviene en
lo que soy yo, y respetaré tu diferencia”.
La historiografía tiene sobrados ejemplos (la estadística también), de lo
que hubiera sucedido en otras circunstancias pero solamente registra y se basa
en los hechos acaecidos. Las circunstancias que hoy enfrentamos muestran a las
claras que el sistema está en crisis: mantenimiento de privilegios,
inequitativa distribución de la riqueza, injusticia social, marginación,
segregación y exclusión de amplios sectores sociales que cada vez reclaman
mayor reconocimiento, disputas e intolerancia de clases, prevalencia de
intereses concentrados, monopolios comunicacionales que moldean cultura,
tiranía del mercado financiero, deshumanización global del hombre. Todo ello
agravado por la desconsideración que existe ante posibles escenarios de cambio
en cualquier área, argumentos que sólo justifican el continuismo. Justificación
evidente de los intereses corporativos.
Si cambiar el sistema jurídico que sospechamos injusto implica cambiar el
sistema social sobre el que se funda su teoría y su accionar y ello implica “la
muerte del hombre” en clave de Badiou, esto es, parir la rebelión, la
insatisfacción radical respecto al orden establecido y el compromiso completo
en lo real de las situaciones, entonces cambiemos el mundo, el sistema social o
la estructura que haya que cambiar para echar luz sobre la realidad social y
cultural; cambiemos todo: “el que no cambia todo no cambia nada”, dice el
poeta, refiriéndose a los cambios en los sistemas de producción, leído como el
principio de las modificaciones que hacen a un cambio social total, la vía
hacia el socialismo, o la búsqueda de un mundo mejor. Pero si cambiar el sistema
jurídico, adecuándolo a las necesidades que la evolución social exige,
permitiera un mundo más justo, libre y soberano de soberanías individuales y
colectivas, si esto es posible, entonces sería bienvenida una voluntad de
cambio que, aunque postergara ese radical y más relevante cambio social y
político (incluidos los modos de producción), y aunque sobreviva esa “ética” de
los derechos del hombre que es compatible con el egoísmo satisfecho de las
garantías occidentales, al servicio de las potencias y la publicidad, al menos
sería útil hasta que comenzaran a verse las fisuras en ese nuevo statu quo
intermedio, por llamarlo de alguna forma. El estudio crítico de la historia nos
permite saber que no existe, como decía hace un tiempo un técnico de fútbol, un
capitalismo bueno y uno malo. El capitalismo en esencia necesita de las
diferencias para subsistir y generar así los elementos que, en crisis
constante, permitan alimentar en los individuos (exentos de pueblo, no hay
pensamiento popular en el capitalismo, hay “vecinos”, hay “gente”) la necesidad
de sostenerse, porque allí (en el sistema mismo) es donde encontrarán la
posibilidad del ascenso social que les permita gozar esos bienes que se generan
con el propósito único de mantener las relaciones de poder, aunque más adelante
algunos de los avances logrados como consecuencia del otro objetivo primordial
y prioritario, puedan transformarse en elementos de la evolución social. De la
ética contemporánea, al definir el Bien a partir del Mal, se deriva como
resultado que “toda tentativa de reunir a los hombres en torno de una idea
positiva del Bien, y más aún, de identificar al Hombre por tal proyecto, es en
realidad la verdadera fuente del mal mismo” (Badiou).
La crítica debe atravesar un campo minado de sospechas. ¿Por qué y para
qué cambiar? ¿Qué sostiene una estructura que no deba ser modificado y se
insista en seguir manteniendo este statu quo que opera en todas las áreas de
influencia de la realidad? Si cambiar algo (o mucho), para que no cambie nada
(gatopardismo), ha servido en otros tiempos, ¿por qué seguir aplicando hoy los
mismos principios rectores bajo las fórmulas que se justifiquen adecuadas para
que el sistema que permitió sostener justicias e injusticias (hoy claramente
visibles, por caso, en los desatinos del derecho internacional evidenciados con
los fondos buitre), perdure y procree uno nuevo que estará viciado de esos
principios que fueron éxitos para unos y fracasos para otros? El tema es
quiénes son “los unos y los otros”. La película homónima de Claude Lelouch
(1980) intenta infructuosamente, como todo el cine francés nouvelle vague
(excepto Godard, por cierto), mostrar la posibilidad de plasmar esa utopía
(Tomás Moro crea una comunidad ficticia con ideales filosóficos y
políticos, entre otros, diferentes a los de las comunidades contemporáneas a su
época), y lo hace a través de símbolos que sólo están en su mente, su fantasma,
su ideal. La imposibilidad de resolución de la situación Palestina-Estado de
Israel pone en evidencia que hay un sueño en la mente de muchos y que exponen
nuestros máximos poetas. Pero ese sueño no es realidad más que como símbolo o
manifestación artística. Deja opinión y hasta quizás la forme. Pero las
guerras, la salud, la educación y el derecho son situaciones que favorecen y
posibilitan un campo de acción, y lo que se haga puede producir estragos en los
demás y en uno mismo, individual o colectivamente, sectorial o
corporativamente.
Si proponer cambiar todo permite visualizar una salida de la crisis, si
ello mueve a revisar arraigados principios jurídicos, educativos, culturales,
pues vayamos al cambio; pero garantizando que nadie se arrogará el derecho de
trasladar algunos de los principios acuñados en el viejo conocimiento porque
allí anidará el huevo de la serpiente (Bergman, 1977). Señalaba Eva Perón que
como hemos sido sometidos al poder colonizador durante 200 años, necesitamos
transitar otros 200 de poder popular para que las cosas empiecen a estar
equiparadas y recién ahí poder sentarse a discutir de igual a igual.
Por eso, y por lo que muchos hemos aprendido sobre la dictadura del
proletariado, es menester, con cambio total o sin él, garantizar que no se
repetirán aquellas situaciones que llevaron a la crisis, en el caso de
establecer nuevas reglas, nuevas metas, una nueva ley tan alejada de la ley de
Dios como las que hoy vemos y sentimos fallidas, revisando a conciencia ese
sinuoso retorno a la vieja teoría de los derechos naturales del hombre que
está, como señala Badiou, “evidentemente ligado al desfondamiento del marxismo
revolucionario y de todas las figuras del compromiso progresista que de él
dependían. Desprovisto de todas las referencias colectivas, desposeído de la
idea de un ‘sentido de la Historia’, no pudiendo esperar más una revolución
social. Muchos intelectuales, y con ellos, amplios sectores de opinión, han
adherido en política a la economía de tipo capitalista y a la democracia
parlamentaria. En filosofía, han redescubierto las virtudes de la ideología
constante de sus adversarios de la víspera: el individualismo humanitario y la
defensa liberal de los derechos contra todas las coacciones del compromiso
organizado. Antes que buscar los términos de una nueva política de emancipación
colectiva, adoptaron, en suma, las máximas del orden ‘occidental’ establecido.
Y al hacerlo, diseñaron un violento movimiento reactivo, respecto de todo lo
que los años sesenta habían pensado y propuesto”.
Criterio de
argumentación.
Los sofistas y los estoicos hicieron escuelas diversas de la
argumentación. Hoy somos capaces, gracias a la ignorancia aprendida en los
lugares donde no hay que aprender cosas, de llamar sofistas a los simples
mentirosos. Discutir con un sofista es un desafío que impone capacidad e
inteligencia, y predominar en esa contienda verbal y discursiva, es todo un
logro. Discutir con un mentiroso es imposible.
Queremos señalar cómo hemos
sido hijos de argumentaciones disparatadas que se transforman en nada o peor
aún, en herramientas peligrosas cuando se las observa con detenimiento o cuando
se señala la paradoja a la que intentan someternos, a veces con éxito, y
someter a la consideración pública con el objeto de crear las condiciones para
adscribir a una determinada argumentación. El modelo de argumentación fallida
es la paradoja. No es posible salir de una paradoja a no ser haciéndolo con
otra categoría de análisis. La paradoja descripta por Bertrand Russell a
principios del siglo XX demuestra con una explicación técnica (matemática), que
toda la teoría de conjuntos es contradictoria. Russell preguntaba “si el
conjunto de los conjuntos que no forman parte de sí mismos (es decir, aquel
conjunto que engloba a todos aquellos conjuntos que no están incluidos en sí
mismos), forma parte de sí mismo. La paradoja consiste en que si no forma parte de sí mismo,
pertenece al tipo de conjuntos que no forman parte de sí mismos y por lo tanto
forma parte de sí mismo”. En un lenguaje asequible al pensamiento popular basta
sintetizarla en la paradoja del barbero (“En
mi pueblo soy el único barbero. No puedo afeitar al barbero de mi pueblo ¡que
soy yo!, ya que si lo hago, entonces puedo afeitarme por mí mismo, por lo tanto
¡no debería afeitarme! Pero, si por el contrario no me afeito, entonces algún
barbero debería afeitarme, ¡pero yo soy el único barbero del pueblo!”),
que lleva al límite extremo de análisis la función de esa proposición.
Continuando con el análisis descriptivo, “al que madruga Dios lo ayuda”
encuentra su opuesto paradójico en el “No por mucho madrugar se amanece más
temprano”. Esta simplificación de modelo como reducción de un sistema complejo
de ideas que responden a siglos de comportamientos plasmados en normas de cierto
rigor, grafica, no obstante, la calidad del material con el que debemos
enfrentarnos.
Si la ley en términos generales
garantiza el deber de aplicar el principio de inocencia (“todo individuo es
inocente hasta que se demuestre su culpabilidad”), los desajustes que el mismo
sistema promueve permiten desarrollar insólitas propuestas que intentan
persuadir que frente al sentido común, o ante evidencias señaladas en variados
ámbitos que se nos presentan como indiscutibles (por ejemplo medios hegemónicos
de comunicación, que nos obligan a optar entre si acusado debe defenderse
públicamente en lugar de hacerlo ante los Estrados, o ignorar todo
condicionamiento para-sistémico para restar entidad a las acusaciones que se
promueven por fuera del sistema; El extranjero, Albert Camus); el acusado
debería “demostrar que es inocente” por cuanto la cantidad y calidad de esas
evidencias (insistimos: impuestas por fuera del sistema jurídico aceptado en el
contrato social al que los individuos se obligan con conocimiento o sin él)
“permiten presumir su culpabilidad”.
Los elementos mencionados nos
abren la posibilidad de un cuestionamiento en el que, a la actitud crítica
sugerida en el apartado anterior, cabría sumarle el criterio de análisis o
validez argumentativa. Para reflejarlo en un ejemplo bastaría tomar la frase
“evidencias que permiten presumir su culpabilidad”. ¿Qué quiere decir
“evidencias”? ¿Qué es “presumir culpabilidad”? Estos son elementos inherentes a
las categorías de lo que el derecho considera “judiciable”; datos que requieren
la intervención de un juez encargado de discernir y aplicar la ley y los
principios jurídicos aceptados en una comunidad. Si esto no sucediera, debería
aceptarse que, sobre elementos preexistentes, se aplique la ley a una situación
no tipificada, pues todas las situaciones que pudiera generar el comportamiento
humano no pueden más que ser categorizadas. Pero la singularidad es regida por
el juez que desambigua, clarifica, desarrolla y elabora la teoría
circunstancialmente aplicando la ley con los conocimientos que atesora. Y aquí
el sentido crítico nos permite sospechar de la autoridad y de dónde emana esta
autoridad en el mundo moderno. En países y realidades concretas esa autoridad
debe ser ejercida por individuos que no siempre han demostrado estar a la
altura de las circunstancias, pero sin embargo esto no parece formar parte de
lo que se puede o admite discutir. Los mecanismos corporativos, existentes en
todos los ámbitos, directamente trabajan para impedir esto, la discusión. Una
discusión no siempre produce resultados satisfactorios pero abre la posibilidad
de manifestación a los sectores más dispersos y menos pensados sobre un
determinado tema. Las argumentaciones son la esencia, el sentido de lo que da
sustancia al hecho judicial por excelencia que es el de impartir justicia. La
apreciación maniquea más simple, casi extrema, permitiría decir (parafraseando
el silogismo de Sócrates) que si todos los hombres, son imperfectos (o
perfectibles) y el juez es un hombre, ergo es imperfecto. Entonces ¿de quién
podríamos esperar justicia? ¿Qué
ética enmarcará y condicionará los valores del juez llamado a dictar sentencia?
¿La ética moderna, occidental, la aceptable que es la aceptada y prohijada por
el sistema? ¿La ética que solo se acepta si coincide con la nuestra?
Suele decirse que la política
es el arte de lo posible. Aquí muchos pensadores y activistas de izquierda
muestran su talón de Aquiles porque por más avances que se produzcan en un
determinado lugar y tiempo, en materia social por ejemplo, afirman que si no se
logran plasmar los sueños imaginados, todo es inútil. Como pensadores
identificados en el lado izquierdo de la realidad (según díada de Norberto
Bobbio), diríamos que los avances posibles no demarcan el posibilismo sino un
accionar que, a fuerza de ser sostenido por principios revolucionarios,
deberían ir modificándose en forma constante, permanente. Nada en política ni
en ningún área que requiera decisiones y acciones puede satisfacer plenamente a
todos los sectores, y a veces ni siquiera a las mayorías. El derecho es una de
esas áreas donde todo puede suceder aunque no al mismo tiempo; donde el juicio
por la voladura de toda una base militar para ocultar una venta ilegal de
armas, que involucra a un pueblo entero (Río Tercero), recién comienza 19 años
después de acaecidos los hechos; donde se siguen dilapidando recursos en formar
causas a los pequeños consumidores de marihuana, a sabiendas de la doctrina
exculpatoria de la Corte Suprema; donde el protocolo jurídico-médico sobre el aborto
se respeta o no según el color político de la jurisdicción de que se trate en
total soslayo de la víctima; donde quienes son llamados a impartir justicia en
situaciones análogas, en función de lecturas diferentes fallan de manera
opuesta o diversa. Ciertas acciones recurrentes, más recientes que históricas,
nos mueven a pensar que también hay connivencias que se desprenden de los
factores de poder. En el metasilogismo de Sócrates mencionado más arriba, se
podría vislumbrar la sospecha de acuerdos espurios entre administradores y
administrados ¿por qué no? ¿quién dice que no es posible? ¿los voceros
pertenecientes al mismo sistema de reglas jurídicas, sociales, culturales?
Badiou nos dice que la ética
moderna se presenta como defensora de los derechos del hombre, es decir, como
la ética del reconocimiento del Otro. Esta visión toma como marco la ética
ordenada en la “lógica de lo Mismo”, a partir de la tesis de Emmanuel Lévinas,
quien consideraba que bajo esta lógica, de origen griego, era imposible lograr
un lazo con el Otro, pues el despotismo de lo Mismo, tornaba incapaz el
reconocimiento a este Otro. Esa dialéctica de lo Mismo y de lo Otro,
considerada “ontológicamente” bajo el primado de la identidad consigo mismo,
organiza la ausencia del Otro en el pensamiento efectivo, suprime toda
verdadera experiencia del otro, y cierra el camino para una apertura ética de
la alteridad. Por lo tanto, resultaba necesario balancear el pensamiento hacía
un origen no griego que ofreciera “una apertura radical y primera al Otro,
ontológicamente anterior a la construcción de la identidad”. Así Lévinas
encuentra apoyo en la tradición judaica cuya Ley impone la existencia del Otro,
pues “todo se enraíza en la inmediatez de una apertura al Otro que destituye al
sujeto reflexivo: el “tu” se impone sobre el “yo”, y ese es todo el sentido de
la Ley”. El Otro, en la ética de Lévinas, no es la comprobación de un
reconocimiento mimético (el Otro como “semejante”, idéntico a mí) sino, al
contrario, aquello a partir de lo cual yo me compruebo éticamente como
“consagrado”, subordinado en mi ser a esa vocación.
Sin embargo, Badiou objeta esta
propuesta la que, según señala, precisa de un principio de alteridad que
trascienda la experiencia finita, principio al que Lévinas llama el Absoluto-Otro
(“tout autre”) que, en palabras de
Badiou, es el nombre ético de Dios: “No hay Otro sino en la medida en que es el
fenómeno inmediato del Absoluto-Otro. No hay consagración finita a lo
no-idéntico sino en la medida en que hay consagración infinita del principio a
lo que subsiste fuera de él. No hay ética sino en la medida en que hay el
indecible Dios”. Por ello Badiou considera que toda tentativa de hacer de la
ética un principio de lo pensable y del actuar es de esencia religiosa, y que
el proyecto de Lévinas demuestra que, “sacada de su uso griego y tomada en
general, la ética es una categoría del discurso piadoso”. Ahora bien, pese a
ello, la ética es puesta en duda por Badiou señalando los efectos negativos que
tiene en la sociedad, partiendo de que al pretender suprimir o enmascarar su
valor religioso, conservando el dispositivo abstracto de su constitución
aparente (“reconocimiento del otro”, etc.), se arriba a una confusión
incomprensible: “Un discurso piadoso sin piedad, una suplencia del alma para
gobernantes incapaces, una sociología cultural que sustituye, por las
necesidades de la predicación, la difunta lucha de clases”. Badiou lo explica
así: “Una primera sospecha nos invade cuando consideramos que los apóstoles de
la ética y del derecho a la diferencia
visiblemente marcada, se horrorizan por toda diferencia un poco marcada. Pues
para ellos las costumbres africanas son bárbaras, los islamistas espantosos,
los chinos son totalitarios, y así sucesivamente. En verdad este famoso “otro”
es presentable únicamente si es un “buen” otro; es decir, ¿qué otra cosa que un
idéntico a nosotros mismos? ¡Respeto a las diferencias, claro que sí! Pero a
reserva de que el diferente sea demócrata-parlamentario, partidario de la
economía de mercado, sostenedor de la libertad de opinión, feminista,
ecologista…Lo que también puede decirse así: yo respeto las diferencias en la
medida en que resulte claro que quien difiere respete exactamente como yo
dichas diferencias. De la misma manera que “no hay libertad para los enemigos
de la libertad”, igualmente no hay respeto para aquél cuya diferencia consiste
precisamente en no respetar las diferencias. Sólo hay que ver la cólera
obsesiva de los partidarios de la ética ante todo lo se parezca a un musulmán
“integrista”.
“El que no cambia todo no
cambia nada”. Este apartado sobre la argumentación, que pretende señalar que
cualquier cosa es objeto de argumentación en cualquier sentido, en manos (o en
mente) de alguien escrupuloso o inescrupuloso, encuentra su falta de sentido
cuando pretende argumentar que todo lo que se argumenta para demostrar lo que
consideramos positivo, podría ser usado en nuestra contra, para cuestionarnos y
hasta para condenarnos. Metálogo llamaba Gragory Bateson (uno de los cónyuges
de Margaret Mead), a esa situación en la que lo descripto era formalmente igual
a lo que lo describía, como si la descripción del color verde fuera verde, o la
explicación de un poema fuera un poema.
Conclusión
Desconfiamos del “retorno a la
ética” moderna y adscribimos a la crítica que formula Badiou en su ensayo. Si
los distintos intentos, permanentes por cierto, de cambiar el statu quo han
fracasado; si lo que se advierte son cambios de maquillaje que se van adecuando
a las distintas circunstancias escénicas por la existencia de fallas que
aparecen promovidas por hechos injustos, injusticia leída como tal desde todos
los sectores. Si los vulgares inconformismos marcan agendas que dejan mal
parados a los especialistas integrantes de un élite y si en las aristocracias aparecen
movimientos que evidencian que todo no es igual, el derecho moderno requiere un
cambio profundo que, como se dijo antes, es difícil promover con exactitud (o
sin riesgo de postular verdaderos disparates) y saber si tal empresa debe ser
causa o consecuencia del devenir social. El sujeto de derecho es activo y
pasivo simultáneamente. Si bien esta característica se da en cualquier
disciplina humana es fácil ver de qué manera esta proposición aplicada a otra
actividad, por ejemplo la atención de la salud, no tiene al sujeto en esa
situación paradójica. Esto, que abordamos en este humilde ejercicio, busca
poner negro sobre blanco (seguramente sin lograrlo pero no sin intentarlo), la
necesidad de revisar ciertas consideraciones que a la hora de recorrer la
crítica de lo actuado y proponer nuevos caminos, es probable que no se tengan
en cuenta porque forman parte de ese bagaje que, a fuerza de ser el mismo con
el que se transita el día a día, parece innecesario revisar. Vemos en Badiou
que el convencionalismo de Occidente construyó una ética en función de un
hombre que el mismo Occidente creó, adaptando el concepto de hombre a la ética
y no a la inversa, es decir, sin considerar la singularidad de cada hombre, y
solo quien adscriba a los cánones establecidos por Occidente puede tener
derechos y merece ser calificado de hombre, pues de lo contrario, quien no se
adapte a ellos, permanecerá en el mundo del Mal y de la barbarie.
Badiou demuestra en su ensayo
que en la “ideología ética” las tendencias intelectuales de nuestro tiempo son,
en el mejor de los casos, variantes de la vieja predicación moralizante, y en
el peor, la mezcla amenazante del conservadurismo y de la pulsión de muerte, y
que en la corriente de opinión que invoca la “ética” a cada instante, se advierte
un grave síntoma de renunciamiento a lo único que distingue a la especie humana
del viviente depredador que ella es también: la capacidad de entrar en la
composición y el devenir de algunas verdades eternas. Desde este punto de
vista, la ideología “ética” es, en nuestras sociedades, el principal (pero
transitorio) adversario de todos aquellos que se esfuerzan por hacer justicia a
un pensamiento, cualquiera que éste sea. En suma, para Badiou, la ética de las
verdades no se propone ni someter al mundo al reino abstracto de un derecho, ni
luchar contra un mal exterior y radical. Al contrario, ella intenta, por su
propia fidelidad a las verdades, evitar el Mal, del cual ha reconocido que es
su revés o su faz oscura. Pareciera ser que las soluciones a los grandes temas
nunca requirieran de una profunda operación desde un llamado de atención igual
de profundo, que haga foco en que las grandes revoluciones, en su imposibilidad
de concreción, en lugar de llevar adelante el ideal de continuar la búsqueda (y
aún no conformarse con el logro a medias en el caso de aquello que la misma
revolución consideraría un logro de mediano plazo o de mitad de camino),
abandonan esa lucha y se someten a los principios establecidos, justificándose
no solo en la imposibilidad de su logro por el apreciable desequilibrio de
fuerzas observado, sino también en la comodidad y conveniencia de analizar si
algún nuevo statu quo conservador no estaría ya proporcionando algo de aquella
búsqueda. Seguramente así sea, pero con ese criterio no tendríamos nada que
cuestionar y el mundo seguiría andando. El tema es ¿bajo qué preceptos y
condiciones? Y ¿cuándo el cuerpo de ideas se hará demasiado grande, tanto que
sea imposible cuestionarlo, cambiarlo y entonces, no será siquiera necesario
ese cuerpo de ideas porque todo lo decidirá con arbitrariedad absoluta el gran
hermano? Creemos que no debemos renunciar a continuar esa búsqueda, continuarla
en el sentido que Badiou expone, donde la ética “combina bajo el imperativo ¡Continuar! una facultad de discernimiento
(no quedar atado a los simulacros), de coraje (no ceder) y de reserva (no
dirigirse a los extremos de la Totalidad)”.
REFERENCIAS:
Unidad V
(Programa): Alain Badiou, “Etica”,
en VV.AA., Batallas éticas, Buenos Aires, Nueva Visión, 1997. “La Ética
– ensayo sobre la conciencia del Mal”. Texto completo en
http://www.iade.org.ar/modules/descargas/visit.php?cid=7&lid=125 (Instituto
Argentino para el Desarrollo)
Los siguientes
segmentos, entre otros, tomados de la obra de Badiou nos indujeron a formular
las reflexiones expuestas:
La ética es un principio para el
juzgamiento de las prácticas de un Sujeto, sea este sujeto individual o
colectivo.
Se supone que existe un sujeto
humano por todos reconocible y que posee “derechos” de alguna manera naturales:
derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de disponer de libertades
“fundamentales” (de opinión, de expresión, de designación democrática de los
gobiernos, etc.). Estos derechos se los supone evidentes y son el objeto de un
amplio consenso. La “ética” consiste en preocuparse por estos derechos, en
hacerlos respetar.
Este retorno a la vieja teoría de
los derechos naturales del hombre, está evidentemente ligado al desfondamiento
del marxismo revolucionario y de todas las figuras del compromiso progresista
que de él dependían. Desprovistos de todas las referencias colectivas,
desposeídos de la idea de un “sentido de la Historia”, no pudiendo esperar más
una revolución social, numerosos intelectuales, y con ellos amplios sectores de
opinión, han adherido en política a la economía de tipo capitalista y a la
democracia parlamentaria. En filosofía han redescubierto las virtudes de la
ideología constante de sus adversarios de la víspera: el individualismo
humanitario y la defensa liberal de los derechos contra todas las coacciones
del compromiso organizado. Antes que buscar los términos de una nueva política
de emancipación colectiva, adoptaron, en suma, las máximas del orden
“occidental” establecido. Al hacerlo, diseñaron un violento movimiento
reactivo, respecto de todo lo que los años sesenta habían pensado y propuesto.
Cuando los que sostienen la
ideología “ética” contemporánea proclaman que el retorno al Hombre y a sus
derechos nos ha liberado de las “abstracciones mortales” engendradas por “las
ideologías”, se burlan del mundo. Seríamos dichosos si viéramos hoy una
preocupación tan constante por las situaciones concretas, una atención tan
sostenida y tan paciente concentrada en lo real, un tiempo tan vasto consagrado
a la búsqueda interesada por las gentes más diversas y más alejadas, en
apariencia, del medio ordinario de los intelectuales, como aquellas de los que
hemos sido testigos entre 1965 y 1980.
La ética es aquí concebida a la vez
como capacidad a priori para
distinguir el Mal (ya que en el uso moderno de la ética, el Mal -o lo negativo-
está primero: se supone un consenso sobre lo que es bárbaro) y como principio
último del juzgar, en particular del juicio político: es lo que interviene muy
patentemente contra un Mal identificable a
priori. El derecho mismo es ante todo el derecho “contra” el Mal. Si se
exige el “Estado de derecho”, es porque él se basta a sí mismo para autorizar
un espacio de identificación del Mal (es la “libertad de opinión” la que, en la
visión ética, es en primer lugar libertad de designar el Mal) y provee los
medios para arbitrar cuando el asunto no está claro (sistemas de precauciones
judiciales).
El centro de la cuestión es la
suposición de un Sujeto humano universal, capaz de ordenar la ética según los
derechos del hombre y las acciones humanitarias.
En segundo lugar, porque si el
“consenso” ético se funda sobre el reconocimiento del mal, de ahí resulta que
toda tentativa de reunir a los hombres en torno de una idea positiva del Bien,
y más aún, de identificar al Hombre por un tal proyecto, es en realidad la verdadera fuente del mal mismo. Es
lo que se nos inculca desde hace quince años, todo proyecto de revolución,
calificada de “utópica” gira, se nos dice, a la pesadilla totalitaria. Toda
voluntad de inscribir una idea de la justicia o de la igualdad vira hacia lo
peor. Toda voluntad colectiva del Bien hace el Mal. Ahora bien, esta sofística
es devastadora. Puesto que si se trata de hacer valer, contra un mal reconocido
a priori, el compromiso ético,
¿de dónde procederá el proyecto de una transformación cualquiera de lo que es?
¿De dónde sacará el hombre la fuerza para ser el inmortal que él es? ¿Cuál será
el destino del pensamiento, del que se sabe que, o bien es invención afirmativa
o no es?
Por último, por su determinación
negativa y a priori del Mal, la
ética se prohíbe pensar la singularidad de las situaciones, que es el comienzo
obligado de toda acción propiamente humana. Así, el médico adherido a la
ideología “ética” meditará en reuniones y en comisiones toda clase de
consideraciones sobre los “enfermos” concebidos exactamente al modo en que lo
es para el partidario de los derechos humanos, la multitud indistinta de
víctimas: totalidad “humana” de reales subhombres. Pero el mismo médico no
tendrá ningún inconveniente en que esta persona no sea atendida en el hospital,
con todos los medios necesarios, porque no tiene sus papeles o no está
matriculado en la Seguridad Social.
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