miércoles, 29 de octubre de 2014

ADVERSARIOS - ENEMIGOS


a VERRRR .... subo a la cocina para hacer un mate .... escucho un comentario en Continental por Fernando Bravo ... mmmm....sí, ya sé .... es a mi riesgo .... pero así como es necesario saber los pasos y las estrategias del enemigo, el continuar escuchando por tramos la Continental después de la mañana de Víctor Hugo, me da algún panorama sobre lo que tengo que pensar sobre cosas de las que hasta esa hora del día no había tenido información.

El tema en cuestión ... le robaron la raqueta al monumento de Gabriela Sabatini y los comentarios accesorios al respecto que este sujeto realiza. Transita por la indignación que le produce señalar que esto no es un hecho aislado. Por supuesto para quien aún no lo notó, se está refiriendo elípticamente a cuestiones de inseguridad y de vandalismo. Es por eso que continúa con esta calificación al decir que también en Núñez le habían robado los anteojos al Flaco Spinetta y eso aún sabiendo que a la noche los retiraban por razones justamente de seguridad. Es que esto de robar algo que está por ahí, seguramente pasa solamente en Argentina. ¡Qué país! Evitaré en este comentario señalar que hace dos años Sabrina me contaba desde La Habana que el monumento que homenajea a Lennon, sentado en un banco de plaza, tiene un cuidador que en todo momento se acerca para ponerle los anteojos y sacárselos en prevención de posibles vándalos diría Bravo. Si hago público este comentario, seguramente alguien que lea, con un pensamiento similar al conductor diría que hemos heredado hasta esos comportamientos del Castrismo, Leninismo, Guevarismo. Quiero recordar, que John fue asesinado en Nueva York, no en un país "comunista".


Vuelvo ... como extensión de su comentario, Bravo dice que lo extraño es que se tenga esa actitud con los ídolos populares porque, bueh, no está bien vandalizar un monumento de un político pero sería explicable aunque reprobable (en todo momento señala, siempre lo hace, esa suerte de objetividad, neutralidad, corrección política por la que se quiere ubicar en un lugar incuestionable, ASQUEROSO), alguien que no esté de acuerdo puede realizarlo -y continúa agregando un ejemplo- ciertamente sucede todo el tiempo, sin ir más lejos lo hicieron con el monumento de Colón porque a la Sra. Presidenta no le simpatiza ...... 

Mmmmmbueno .... pregunto menos a quienes compartimos ideología, acción y pensamiento que a quienes dicen situarse seriamente, no tendenciosamente, en una prudente actitud moderada y respetuosa políticamente: ¿creen uds. que alguien que logra sacar la conclusión de que la Presidenta de la Nación es un "vándalo", no merece ser destacado como un verdadero HIJO DE PUTA? ¿o piensan que aún con estas basuras hay que discutir serena y respetuosamente?

No existe el adversario no enemigo. De hecho en la definición/acepción de adverso el principal sinónimo es enemigo. Puede existir el tipo que no piensa como vos y no entra en polémicas con vos. Se le llama AMIGO QUE NO PIENSA IGUAL Y CON EL QUE PUEDO DISCUTIR SIN LLEGAR A PERJUDICAR LA AMISTAD. Pero el otro adversario, el Fernando Bravo model, es un enemigo (lo que ya es una redundancia); y diría Bilardo (con quien no comulgo), al adversario (léase enemigo), hay que humillarlo. Italo Luder dijo, despreciablemente, "aniquilar la subversión" ... cuando fue criticado quiso dar explicaciones inexplicables sobre que lo que "había querido decir": no significaba aniquilar a nadie sino algo así como el motivo o el concepto por el cual esos militantes luchaban. Bueno ... estos adversarios nos quieren aniquilar (como Luder) ... (digo nos, porque yo formo parte de los que nunca entendieron por qué estaba Colón ahí y además dándole la espalda a la América que los salvó de la quiebra durante 500 años; a los europeos occidentales digo); que vengan (parafraseando a San Martín) ... les responderemos con escuelas, educación gratuita, cultura, canciones, pinturas, teatro, cine al por mayor, AUH, comunicaciones ... en fin, no voy a insistir porque no se trata de hablar de logros de un gobierno sino de los haberes que el pueblo tiene para enfrentar a estos HIJOS DE PUTA. 

viernes, 29 de agosto de 2014

CRÍTICA Y ARGUMENTACIÓN A PARTIR DE LA ÉTICA DE ALAIN BADIOU


Trabajo elaborado en colaboración con el Dr. José Gabriel Yamuni Chaer

“Hay que dar vuelta el tiempo como la taba,
que el que no cambia todo, no cambia nada”.

Armando Tejada Gómez
(“Triunfo agrario”)
Consideración general
Estas reflexiones se elaboran a partir de la libre interpretación de la lectura de la obra “La Ética - Ensayo sobre la conciencia del Mal”, de Alain Badiou (1937), en la que el autor efectúa consideraciones que permiten abordar la realidad desde una visión ética, a propósito de ser este el objetivo general del ensayo, y plantea que asistimos a un “retorno a la ética”, palabra que toma en un sentido esfumado, aunque más próximo a Kant (ética del juicio) que a Hegel (ética de la decisión). Para Badiou “ética” designa actualmente un principio en relación con “lo que pasa” sobre las situaciones históricas (ética de los derechos del hombre), las situaciones técnico-científicas (ética de lo viviente, bio-ética), las situaciones sociales (ética del ser-en-conjunto), las situaciones referidas a los medios (ética de la comunicación), etc. Pero esta norma es hoy una ética adosada a las instituciones y al Estado, que impone así su propia autoridad (comisiones nacionales de ética), en cuyo nombre todas las profesiones se interrogan sobre su “ética”, y hasta se emprenden expediciones militares en nombre de la “ética de los derechos del hombre”. Esta “inflación socializada” de la referencia ética llevará a Badiou a cuestionar su utilización y su contenido, al punto de considerarla, por un lado, “un verdadero nihilismo y una amenazante denegación de todo pensamiento”, y de asignarle, por el otro, un sentido totalmente distinto pues, lejos de ligarla a categorías abstractas (el Hombre, el Derecho, el Otro...), la relacionará con “situaciones”, con “lo que pasa”, con el presente, y en lugar de poner en juego solamente la buena conciencia conservadora, quedará ligada al destino de las verdades.
Las agudas consideraciones de Badiou nos abren la oportunidad de elaborar un punto de vista distinto, crítico, acaso desafiante, de las estructuras formales que bajo los rigores del convencionalismo, invaden la realidad imprimiéndole una macrovisión hegemónica que impregna todo pensamiento y acción, con normas y criterios que, a fuerza de haber sido los más transitados en nombre del poder, culminan identificándose con la naturaleza de los comportamientos humanos.Esta mirada conservadora, entendida como manifestación absoluta elevada al extremo de arrogarse para sí el derecho de los vencedores, como principio inmutable que sostiene a quienes detentan y gestionan el poder y establecen las reglas para todos, ocupando muchas veces el lugar de juez y de parte, es lo que intentamos cuestionar haciendo eje en el diagnóstico de que cada vez que se quiera abordar el problema, la realidad pone en nuestra consideración herramientas como la crítica y la argumentación que, al ser elementos que el derecho utiliza para dar forma y sentido a sus acciones, transforma este ejercicio en una suerte de tránsito tautológico o, mejor aún en un metálogo (al decir de Bateson), donde lo que se cuestiona es igual a la cosa cuestionada. Esta característica, sabida, conocida y tal vez por ello no abordada frecuentemente o incluso intencionalmente eludida, más que impregnándola esté quizás constituyendo la esencia de la materia sobre la que estamos reflexionando. Tal vez nos hayamos resignado a que la naturaleza de ciertas cosas no se aborda o no se profundiza porque “algo” o “alguien” ha dispuesto que no se cambian. Y tal vez allí aniden también todos los males de las cosas que en nuestro devenir decimos que están mal, quizás porque nos afectan o porque en nuestro afán de cambiar, de mejorar, de buscar justicia, que es lo que da sentido a nuestro trabajo, vemos que esos elementos, la crítica y la argumentación en este caso, no son suficientes para obtener como resultado la realización plena del valor Justicia. O acaso sea cierto que la única justicia como tal es la divina y debamos aceptar que la realidad a la que arribamos día a día es lo máximo a lo que podemos aspirar. Pero puede ser cierto también que, tal como se analizara desde la escuela de Frankfurt (Adorno), se supone que la evolución o, mejor dicho, el progreso es posible, y que nuestros tiempos no son iguales (mejores o peores según las lecturas de las diversas escalas de valores). Sin embargo si en distintos foros y tiempos surgen las inquietudes es porque algo puede cambiar, está por cambiar, o es necesario cambiar; y si se piensa que es así, es porque puede ser posible y nadie imaginaría que el resultado pudiera ser peor. Y aunque tal posibilidad (el logro peor) sea inherente a la realidad aún como cálculo de probabilidades, en la visión de Badiou tendrá ese destino inexorable, es decir, desde la ética contemporánea toda la idea de justicia o igualdad termina de forma catastrófica, pues invariablemente vira hacia lo peor. Así, el socialismo siempre terminará en una dictadura o en un régimen totalitario.
Introducción
Varios son los aspectos sobre los que debemos señalar una visión o paradigma diferente para poder fundamentar una mirada crítica acerca de los principios en los que se basan las estructuras jurídicas que nos determinan o nos absorben. Sobre todo teniendo como horizonte una aspiración que permita avanzar hacia su realización, poniendo en juego tanto la teoría como la práctica: avanzar hacia un cambio de paradigma que nos proporcione felicidad, satisfacciones y posibilite un nuevo sentido a la visión social, popular y democrática del siglo XXI.
Los tiempos actuales, muy aceleradamente y quizás con espíritu maniqueo, nos muestran la necesidad de continuar construyendo sobre los edificios preexistentes, consolidando con tal construcción las bases que podrían quedar anticuadas para la soñada nueva estructura, o bien de acabar con todo sin que eso implique la seguridad ni la convicción de que con la destrucción de la forma estarían también asegurados los principios de una estructura diferente. Ambos puntos de vista, posibles ciertamente, nos hablan de un pensamiento conservador. La solidez y a la vez la debilidad del sistema jurídico (pensando que hay una realidad objetiva en la que nos movemos como lo hacemos y las cosas funcionan porque el sistema lo permite y las que consideramos que no funcionan no lo hacen porque no nos satisfacen pero tienen complejos engranajes de tolerancia o autoajuste que el mismo sistema plantea como mecanismos de defensa para evitar los cambios profundos), tal como lo vivimos, nos mueve a pensar que alguna vez sucederá un cambio que alumbre otro paradigma (que vendrá de la mano de un cambio ideológico y político-social contundente), o también que el sistema jurídico, garantizando mejores propuestas que cada vez contemplen mayor inclusión en las consecuencias de lo que de él dependa, favoreciendo ventajas y no haciendo valer sólo los perjuicios del sistema mismo, pudiera producir semejantes modificaciones que hicieran innecesario un cambio social profundo ya que el derecho daría iguales posibilidades y resultados a todos. ¿Un derecho universal? Para Badiou, la ética actual hace foco en los derechos del hombre: derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de disponer de libertades “fundamentales”, etc. El emblema de esta ética son los derechos humanos, que vigilan como un Gran Hermano y actúan policialmente para que aquellos derechos se lleven a cabo. Lo primero que surge pensar aquí es si esto es posible dentro de un sistema como el capitalismo que se basa en las diferencias y en el sostenimiento de las mismas, y que si no existiera la división del trabajo (fronteras adentro o afuera), estaríamos discutiendo otra cosa.
¿El derecho se plantea como ecuménico? ¿Existen valores universales? Si vemos a la ética como el imperio de los valores, como una doctrina que dicta el código del bien y el mal, podemos decir que es la encargada de reglar qué conductas son aceptables o rechazables, qué nos es lícito hacer e incluso qué nos está permitido pensar. Lo bueno o lo malo responde a escalas de valores que no todos comparten. Borges decía cuando le preguntaban qué opinaba de la realidad: “¿Cuál realidad, la suya o la mía?”. Las condiciones objetivas a las que nos obliga el análisis desde el marxismo no tienen en cuenta que lo objetivo es un valor ideológico, que el bien para los hombres no es el mismo a partir de algún momento en el devenir de los tiempos y que, impedidos de detectar con precisión el momento del nacimiento de ese factor que da como consecuencia la imposibilidad de compartirlo todo, aquello que se construye y/o acepta como canon no es más que el acuerdo tácito o expreso de un élite de poder en un momento determinado que entonces fija reglas hacia adelante para perpetuar su posición de dominación, disfrazada de civilización y cultura, opuesta a la barbarie. ¿Puede existir un derecho universal, o valores universales, a partir de un sujeto humano que desde la fundamentación de Badiou no es universal?
Así pues, planteamos algunas premisas que se nos hacen indispensables antes de formular una eventual propuesta. Propuesta que podría quizás resumirse en ninguna, una vez que transitados los análisis correspondientes, concluyéramos en que tal como están las cosas no tienen remedio, y que poco importa expresar una vocación de cambio allí donde todo está tan mal que haría innecesario, tautológico quizás, pretender cambiar lo que requiere un espíritu de cambio permanente que nunca se concrete en hechos. Un derecho posible en un marco indefinido aún sería un derecho con formato trotskysta, esto es, con cambio permanente y adecuación a las modalidades que el sistema imperante imponga por defecto.

El principio de crítica
El principio de crítica impone revisar los niveles de censura con los que atravesamos la vida cotidiana. La censura, restricciones o límites a la libertad que nos son impuestas por regímenes o normas jurídicas, del nivel que fueren, tienen su origen en principios arraigados que se comunican con los principios de otras disciplinas vinculadas al derecho. Podemos decir que la ética, reino de los valores, aposento de las “buenas costumbres” como doctrina que dicta el código del bien y el mal, y que porta en su seno a la moral como Caballo de Troya, es la encargada de reglar qué conductas son aceptables o rechazables, qué nos es lícito hacer y hasta qué nos está permitido pensar. El derecho romano, muy avanzado en su época, rápidamente es atravesado por principios cristianos rectores de la vida cotidiana, por un ethos que tiene algo de moral que se traslada a la sociedad. Es como aquello que en las tablas de la ley, principio jurídico simbólico por excelencia, se plantea como dogma impuesto por derecho divino, que torna a dejar secuelas en el derecho que sobreviene como consecuencia de que quienes ejercen el derecho adquieren apreciaciones que devienen de esa adscripción individual al nuevo dogma, al nuevo pensamiento. La crítica se hace desde algún lugar y no es posible intervenir en algo, con poderes sobre los otros, sin que esto tenga implicancias que se lean con un origen espurio hacia el asunto del que se está tratando. La consideración del derecho sobre un caso de violación hoy en la provincia de Formosa y la reacción de la víctima y el victimario y los actores ocasionales o quienes se erigen en serlo (medios de comunicación con ideologías claras, corporaciones religiosas, opinión pública conducida o no, educación pública y privada con los principios que sostienen, etc.), es casi antagónica con la realidad que, amparándose en las reglas formales, códigos a los que los individuos adscriben por acción u omisión, se formulan desde diferentes sectores sociales, culturales y políticos y que combinan el conocimiento de la situación con los atavismos propios de la formación en la que fueron macerados. Así encontraremos desde quienes piensan en un exceso de garantías (las cualidades no pueden tener superlativos), hasta quien proponga la pena de muerte para el violador; desde quien justifique el hecho por la situación social de una niña en condiciones de mayor vulnerabilidad, hasta quien responsabilice a la propia víctima, o a sus familiares cercanos, por el hecho acaecido. En todos los casos existe una adscripción invisible (o invisibilizada) a un derecho que no se describe como tal sino más bien como hechos de sentido común. Naturalmente no faltará quien perciba la necesidad de administrar justicia por mano propia, dando por cierto que hay principios que no se mencionan pero de los que él (como otros) pueden dar cuenta, ajusticiando al supuesto culpable, sin contemplar al derecho como tal, ni los principios jurídicos adquiridos a lo largo de la historia y de las ideologías, ni las garantías que supone el montaje de la escena del proceso en el caso.
Margaret Mead puso en evidencia de qué manera los principios culturales de una sociedad se hacen carne, herencia observada como genética, y acción en principios que naturalmente son dogmas que se imponen ideológica y políticamente: [“¿Los disturbios que angustian a nuestros adolescentes se deben a la naturaleza misma de la adolescencia o a la civilización? ¿Bajo diferentes condiciones la adolescencia presenta diferentes circunstancias?”. Las conclusiones de Mead fueron afirmativas en este sentido]. La iniciación sexual de las niñas de Samoa (iniciadas por sus respectivos padres) podría por caso compararse con el hecho de una violación en nuestra sociedad en la época actual y según nuestros parámetros culturales. Ese margen atávico no está en discusión. Pertenecemos a una sociedad que reconoce en hábitos, tendencias, idiomas, representaciones diversas, una cultura de lo que es “normal”, una cultura “portuaria” que añora pertenecer al “primer mundo” con desprecio malinchista y renuncia obscena a sus orígenes, en suma una cultura de lo que convencionalmente se acepta como “ético” y de la que se desprenden comportamientos correlativos en cada rumbo que la sociedad emprende. No obstante a nadie se le ocurriría pensar que el camino tomado es el único correcto, como si hubiera sido el único posible. Esa “ética” nos señala qué es política o socialmente lo “correcto”, y en su nombre se nos explica hoy, por ejemplo, que la ética es el “reconocimiento del otro” (contra el racismo, que niega al otro), o que hay una “ética de las diferencias” (contra el nacionalismo, que querría la exclusión de los inmigrantes, o el sexismo, que negaría el ser-femenino), o el “multiculturalismo” (contra la imposición de un modelo de comportamiento y de intelectualidad unificado). O simplemente, la buena y vieja “tolerancia”, que consiste en no ofuscarse si otros piensan y actúan de otra manera que la suya propia. Este discurso del buen sentido, como dice Badiou, no tiene ni fuerza ni verdad. Está muerto antes de nacer en el enfrentamiento que él declara entre “tolerancia” y “fanatismo”, entre “ética de la diferencia” y “racismo”, entre “reconocimiento del otro” y “crispación de la identidad”. El problema es que el “respeto de las diferencias”, la ética de los derechos del hombre, parecen definir muy bien una identidad y que, en consecuencia, respetar las diferencias no se aplica sino en la medida en que ellas son razonablemente homogéneas a esta identidad (la cual no es, después de todo, sino la de un “Occidente” rico, pero visiblemente en su ocaso). Los inmigrantes de los distintos países son, a los ojos de los partidarios de la ética, aceptablemente diferentes si son “integrados”, si ellos quieren la integración (lo cual, mirado más de cerca, parece querer decir: si ellos desean suprimir su diferencia). Bien podría ser que, desligada de la prédica religiosa que al menos le confería la amplitud de una identidad “revelada”, la ideología ética no sea sino la última palabra de un civilizado conquistador: “Deviene en lo que soy yo, y respetaré tu diferencia”.
La historiografía tiene sobrados ejemplos (la estadística también), de lo que hubiera sucedido en otras circunstancias pero solamente registra y se basa en los hechos acaecidos. Las circunstancias que hoy enfrentamos muestran a las claras que el sistema está en crisis: mantenimiento de privilegios, inequitativa distribución de la riqueza, injusticia social, marginación, segregación y exclusión de amplios sectores sociales que cada vez reclaman mayor reconocimiento, disputas e intolerancia de clases, prevalencia de intereses concentrados, monopolios comunicacionales que moldean cultura, tiranía del mercado financiero, deshumanización global del hombre. Todo ello agravado por la desconsideración que existe ante posibles escenarios de cambio en cualquier área, argumentos que sólo justifican el continuismo. Justificación evidente de los intereses corporativos.
Si cambiar el sistema jurídico que sospechamos injusto implica cambiar el sistema social sobre el que se funda su teoría y su accionar y ello implica “la muerte del hombre” en clave de Badiou, esto es, parir la rebelión, la insatisfacción radical respecto al orden establecido y el compromiso completo en lo real de las situaciones, entonces cambiemos el mundo, el sistema social o la estructura que haya que cambiar para echar luz sobre la realidad social y cultural; cambiemos todo: “el que no cambia todo no cambia nada”, dice el poeta, refiriéndose a los cambios en los sistemas de producción, leído como el principio de las modificaciones que hacen a un cambio social total, la vía hacia el socialismo, o la búsqueda de un mundo mejor. Pero si cambiar el sistema jurídico, adecuándolo a las necesidades que la evolución social exige, permitiera un mundo más justo, libre y soberano de soberanías individuales y colectivas, si esto es posible, entonces sería bienvenida una voluntad de cambio que, aunque postergara ese radical y más relevante cambio social y político (incluidos los modos de producción), y aunque sobreviva esa “ética” de los derechos del hombre que es compatible con el egoísmo satisfecho de las garantías occidentales, al servicio de las potencias y la publicidad, al menos sería útil hasta que comenzaran a verse las fisuras en ese nuevo statu quo intermedio, por llamarlo de alguna forma. El estudio crítico de la historia nos permite saber que no existe, como decía hace un tiempo un técnico de fútbol, un capitalismo bueno y uno malo. El capitalismo en esencia necesita de las diferencias para subsistir y generar así los elementos que, en crisis constante, permitan alimentar en los individuos (exentos de pueblo, no hay pensamiento popular en el capitalismo, hay “vecinos”, hay “gente”) la necesidad de sostenerse, porque allí (en el sistema mismo) es donde encontrarán la posibilidad del ascenso social que les permita gozar esos bienes que se generan con el propósito único de mantener las relaciones de poder, aunque más adelante algunos de los avances logrados como consecuencia del otro objetivo primordial y prioritario, puedan transformarse en elementos de la evolución social. De la ética contemporánea, al definir el Bien a partir del Mal, se deriva como resultado que “toda tentativa de reunir a los hombres en torno de una idea positiva del Bien, y más aún, de identificar al Hombre por tal proyecto, es en realidad la verdadera fuente del mal mismo” (Badiou).
La crítica debe atravesar un campo minado de sospechas. ¿Por qué y para qué cambiar? ¿Qué sostiene una estructura que no deba ser modificado y se insista en seguir manteniendo este statu quo que opera en todas las áreas de influencia de la realidad? Si cambiar algo (o mucho), para que no cambie nada (gatopardismo), ha servido en otros tiempos, ¿por qué seguir aplicando hoy los mismos principios rectores bajo las fórmulas que se justifiquen adecuadas para que el sistema que permitió sostener justicias e injusticias (hoy claramente visibles, por caso, en los desatinos del derecho internacional evidenciados con los fondos buitre), perdure y procree uno nuevo que estará viciado de esos principios que fueron éxitos para unos y fracasos para otros? El tema es quiénes son “los unos y los otros”. La película homónima de Claude Lelouch (1980) intenta infructuosamente, como todo el cine francés nouvelle vague (excepto Godard, por cierto), mostrar la posibilidad de plasmar esa utopía (Tomás Moro crea una comunidad ficticia con ideales filosóficos y políticos, entre otros, diferentes a los de las comunidades contemporáneas a su época), y lo hace a través de símbolos que sólo están en su mente, su fantasma, su ideal. La imposibilidad de resolución de la situación Palestina-Estado de Israel pone en evidencia que hay un sueño en la mente de muchos y que exponen nuestros máximos poetas. Pero ese sueño no es realidad más que como símbolo o manifestación artística. Deja opinión y hasta quizás la forme. Pero las guerras, la salud, la educación y el derecho son situaciones que favorecen y posibilitan un campo de acción, y lo que se haga puede producir estragos en los demás y en uno mismo, individual o colectivamente, sectorial o corporativamente.
Si proponer cambiar todo permite visualizar una salida de la crisis, si ello mueve a revisar arraigados principios jurídicos, educativos, culturales, pues vayamos al cambio; pero garantizando que nadie se arrogará el derecho de trasladar algunos de los principios acuñados en el viejo conocimiento porque allí anidará el huevo de la serpiente (Bergman, 1977). Señalaba Eva Perón que como hemos sido sometidos al poder colonizador durante 200 años, necesitamos transitar otros 200 de poder popular para que las cosas empiecen a estar equiparadas y recién ahí poder sentarse a discutir de igual a igual.
Por eso, y por lo que muchos hemos aprendido sobre la dictadura del proletariado, es menester, con cambio total o sin él, garantizar que no se repetirán aquellas situaciones que llevaron a la crisis, en el caso de establecer nuevas reglas, nuevas metas, una nueva ley tan alejada de la ley de Dios como las que hoy vemos y sentimos fallidas, revisando a conciencia ese sinuoso retorno a la vieja teoría de los derechos naturales del hombre que está, como señala Badiou, “evidentemente ligado al desfondamiento del marxismo revolucionario y de todas las figuras del compromiso progresista que de él dependían. Desprovisto de todas las referencias colectivas, desposeído de la idea de un ‘sentido de la Historia’, no pudiendo esperar más una revolución social. Muchos intelectuales, y con ellos, amplios sectores de opinión, han adherido en política a la economía de tipo capitalista y a la democracia parlamentaria. En filosofía, han redescubierto las virtudes de la ideología constante de sus adversarios de la víspera: el individualismo humanitario y la defensa liberal de los derechos contra todas las coacciones del compromiso organizado. Antes que buscar los términos de una nueva política de emancipación colectiva, adoptaron, en suma, las máximas del orden ‘occidental’ establecido. Y al hacerlo, diseñaron un violento movimiento reactivo, respecto de todo lo que los años sesenta habían pensado y propuesto”.

Criterio de argumentación.
Los sofistas y los estoicos hicieron escuelas diversas de la argumentación. Hoy somos capaces, gracias a la ignorancia aprendida en los lugares donde no hay que aprender cosas, de llamar sofistas a los simples mentirosos. Discutir con un sofista es un desafío que impone capacidad e inteligencia, y predominar en esa contienda verbal y discursiva, es todo un logro. Discutir con un mentiroso es imposible.
Queremos señalar cómo hemos sido hijos de argumentaciones disparatadas que se transforman en nada o peor aún, en herramientas peligrosas cuando se las observa con detenimiento o cuando se señala la paradoja a la que intentan someternos, a veces con éxito, y someter a la consideración pública con el objeto de crear las condiciones para adscribir a una determinada argumentación. El modelo de argumentación fallida es la paradoja. No es posible salir de una paradoja a no ser haciéndolo con otra categoría de análisis. La paradoja descripta por Bertrand Russell a principios del siglo XX demuestra con una explicación técnica (matemática), que toda la teoría de conjuntos es contradictoria. Russell preguntaba “si el conjunto de los conjuntos que no forman parte de sí mismos (es decir, aquel conjunto que engloba a todos aquellos conjuntos que no están incluidos en sí mismos), forma parte de sí mismo. La paradoja consiste en que si no forma parte de sí mismo, pertenece al tipo de conjuntos que no forman parte de sí mismos y por lo tanto forma parte de sí mismo”. En un lenguaje asequible al pensamiento popular basta sintetizarla en la paradoja del barbero (“En mi pueblo soy el único barbero. No puedo afeitar al barbero de mi pueblo ¡que soy yo!, ya que si lo hago, entonces puedo afeitarme por mí mismo, por lo tanto ¡no debería afeitarme! Pero, si por el contrario no me afeito, entonces algún barbero debería afeitarme, ¡pero yo soy el único barbero del pueblo!”), que lleva al límite extremo de análisis la función de esa proposición. Continuando con el análisis descriptivo, “al que madruga Dios lo ayuda” encuentra su opuesto paradójico en el “No por mucho madrugar se amanece más temprano”. Esta simplificación de modelo como reducción de un sistema complejo de ideas que responden a siglos de comportamientos plasmados en normas de cierto rigor, grafica, no obstante, la calidad del material con el que debemos enfrentarnos.
Si la ley en términos generales garantiza el deber de aplicar el principio de inocencia (“todo individuo es inocente hasta que se demuestre su culpabilidad”), los desajustes que el mismo sistema promueve permiten desarrollar insólitas propuestas que intentan persuadir que frente al sentido común, o ante evidencias señaladas en variados ámbitos que se nos presentan como indiscutibles (por ejemplo medios hegemónicos de comunicación, que nos obligan a optar entre si acusado debe defenderse públicamente en lugar de hacerlo ante los Estrados, o ignorar todo condicionamiento para-sistémico para restar entidad a las acusaciones que se promueven por fuera del sistema; El extranjero, Albert Camus); el acusado debería “demostrar que es inocente” por cuanto la cantidad y calidad de esas evidencias (insistimos: impuestas por fuera del sistema jurídico aceptado en el contrato social al que los individuos se obligan con conocimiento o sin él) “permiten presumir su culpabilidad”.
Los elementos mencionados nos abren la posibilidad de un cuestionamiento en el que, a la actitud crítica sugerida en el apartado anterior, cabría sumarle el criterio de análisis o validez argumentativa. Para reflejarlo en un ejemplo bastaría tomar la frase “evidencias que permiten presumir su culpabilidad”. ¿Qué quiere decir “evidencias”? ¿Qué es “presumir culpabilidad”? Estos son elementos inherentes a las categorías de lo que el derecho considera “judiciable”; datos que requieren la intervención de un juez encargado de discernir y aplicar la ley y los principios jurídicos aceptados en una comunidad. Si esto no sucediera, debería aceptarse que, sobre elementos preexistentes, se aplique la ley a una situación no tipificada, pues todas las situaciones que pudiera generar el comportamiento humano no pueden más que ser categorizadas. Pero la singularidad es regida por el juez que desambigua, clarifica, desarrolla y elabora la teoría circunstancialmente aplicando la ley con los conocimientos que atesora. Y aquí el sentido crítico nos permite sospechar de la autoridad y de dónde emana esta autoridad en el mundo moderno. En países y realidades concretas esa autoridad debe ser ejercida por individuos que no siempre han demostrado estar a la altura de las circunstancias, pero sin embargo esto no parece formar parte de lo que se puede o admite discutir. Los mecanismos corporativos, existentes en todos los ámbitos, directamente trabajan para impedir esto, la discusión. Una discusión no siempre produce resultados satisfactorios pero abre la posibilidad de manifestación a los sectores más dispersos y menos pensados sobre un determinado tema. Las argumentaciones son la esencia, el sentido de lo que da sustancia al hecho judicial por excelencia que es el de impartir justicia. La apreciación maniquea más simple, casi extrema, permitiría decir (parafraseando el silogismo de Sócrates) que si todos los hombres, son imperfectos (o perfectibles) y el juez es un hombre, ergo es imperfecto. Entonces ¿de quién podríamos esperar justicia? ¿Qué ética enmarcará y condicionará los valores del juez llamado a dictar sentencia? ¿La ética moderna, occidental, la aceptable que es la aceptada y prohijada por el sistema? ¿La ética que solo se acepta si coincide con la nuestra?
Suele decirse que la política es el arte de lo posible. Aquí muchos pensadores y activistas de izquierda muestran su talón de Aquiles porque por más avances que se produzcan en un determinado lugar y tiempo, en materia social por ejemplo, afirman que si no se logran plasmar los sueños imaginados, todo es inútil. Como pensadores identificados en el lado izquierdo de la realidad (según díada de Norberto Bobbio), diríamos que los avances posibles no demarcan el posibilismo sino un accionar que, a fuerza de ser sostenido por principios revolucionarios, deberían ir modificándose en forma constante, permanente. Nada en política ni en ningún área que requiera decisiones y acciones puede satisfacer plenamente a todos los sectores, y a veces ni siquiera a las mayorías. El derecho es una de esas áreas donde todo puede suceder aunque no al mismo tiempo; donde el juicio por la voladura de toda una base militar para ocultar una venta ilegal de armas, que involucra a un pueblo entero (Río Tercero), recién comienza 19 años después de acaecidos los hechos; donde se siguen dilapidando recursos en formar causas a los pequeños consumidores de marihuana, a sabiendas de la doctrina exculpatoria de la Corte Suprema; donde el protocolo jurídico-médico sobre el aborto se respeta o no según el color político de la jurisdicción de que se trate en total soslayo de la víctima; donde quienes son llamados a impartir justicia en situaciones análogas, en función de lecturas diferentes fallan de manera opuesta o diversa. Ciertas acciones recurrentes, más recientes que históricas, nos mueven a pensar que también hay connivencias que se desprenden de los factores de poder. En el metasilogismo de Sócrates mencionado más arriba, se podría vislumbrar la sospecha de acuerdos espurios entre administradores y administrados ¿por qué no? ¿quién dice que no es posible? ¿los voceros pertenecientes al mismo sistema de reglas jurídicas, sociales, culturales?
Badiou nos dice que la ética moderna se presenta como defensora de los derechos del hombre, es decir, como la ética del reconocimiento del Otro. Esta visión toma como marco la ética ordenada en la “lógica de lo Mismo”, a partir de la tesis de Emmanuel Lévinas, quien consideraba que bajo esta lógica, de origen griego, era imposible lograr un lazo con el Otro, pues el despotismo de lo Mismo, tornaba incapaz el reconocimiento a este Otro. Esa dialéctica de lo Mismo y de lo Otro, considerada “ontológicamente” bajo el primado de la identidad consigo mismo, organiza la ausencia del Otro en el pensamiento efectivo, suprime toda verdadera experiencia del otro, y cierra el camino para una apertura ética de la alteridad. Por lo tanto, resultaba necesario balancear el pensamiento hacía un origen no griego que ofreciera “una apertura radical y primera al Otro, ontológicamente anterior a la construcción de la identidad”. Así Lévinas encuentra apoyo en la tradición judaica cuya Ley impone la existencia del Otro, pues “todo se enraíza en la inmediatez de una apertura al Otro que destituye al sujeto reflexivo: el “tu” se impone sobre el “yo”, y ese es todo el sentido de la Ley”. El Otro, en la ética de Lévinas, no es la comprobación de un reconocimiento mimético (el Otro como “semejante”, idéntico a mí) sino, al contrario, aquello a partir de lo cual yo me compruebo éticamente como “consagrado”, subordinado en mi ser a esa vocación.
Sin embargo, Badiou objeta esta propuesta la que, según señala, precisa de un principio de alteridad que trascienda la experiencia finita, principio al que Lévinas llama el Absoluto-Otro (“tout autre”) que, en palabras de Badiou, es el nombre ético de Dios: “No hay Otro sino en la medida en que es el fenómeno inmediato del Absoluto-Otro. No hay consagración finita a lo no-idéntico sino en la medida en que hay consagración infinita del principio a lo que subsiste fuera de él. No hay ética sino en la medida en que hay el indecible Dios”. Por ello Badiou considera que toda tentativa de hacer de la ética un principio de lo pensable y del actuar es de esencia religiosa, y que el proyecto de Lévinas demuestra que, “sacada de su uso griego y tomada en general, la ética es una categoría del discurso piadoso”. Ahora bien, pese a ello, la ética es puesta en duda por Badiou señalando los efectos negativos que tiene en la sociedad, partiendo de que al pretender suprimir o enmascarar su valor religioso, conservando el dispositivo abstracto de su constitución aparente (“reconocimiento del otro”, etc.), se arriba a una confusión incomprensible: “Un discurso piadoso sin piedad, una suplencia del alma para gobernantes incapaces, una sociología cultural que sustituye, por las necesidades de la predicación, la difunta lucha de clases”. Badiou lo explica así: “Una primera sospecha nos invade cuando consideramos que los apóstoles de la ética y del derecho a la diferencia visiblemente marcada, se horrorizan por toda diferencia un poco marcada. Pues para ellos las costumbres africanas son bárbaras, los islamistas espantosos, los chinos son totalitarios, y así sucesivamente. En verdad este famoso “otro” es presentable únicamente si es un “buen” otro; es decir, ¿qué otra cosa que un idéntico a nosotros mismos? ¡Respeto a las diferencias, claro que sí! Pero a reserva de que el diferente sea demócrata-parlamentario, partidario de la economía de mercado, sostenedor de la libertad de opinión, feminista, ecologista…Lo que también puede decirse así: yo respeto las diferencias en la medida en que resulte claro que quien difiere respete exactamente como yo dichas diferencias. De la misma manera que “no hay libertad para los enemigos de la libertad”, igualmente no hay respeto para aquél cuya diferencia consiste precisamente en no respetar las diferencias. Sólo hay que ver la cólera obsesiva de los partidarios de la ética ante todo lo se parezca a un musulmán “integrista”.
“El que no cambia todo no cambia nada”. Este apartado sobre la argumentación, que pretende señalar que cualquier cosa es objeto de argumentación en cualquier sentido, en manos (o en mente) de alguien escrupuloso o inescrupuloso, encuentra su falta de sentido cuando pretende argumentar que todo lo que se argumenta para demostrar lo que consideramos positivo, podría ser usado en nuestra contra, para cuestionarnos y hasta para condenarnos. Metálogo llamaba Gragory Bateson (uno de los cónyuges de Margaret Mead), a esa situación en la que lo descripto era formalmente igual a lo que lo describía, como si la descripción del color verde fuera verde, o la explicación de un poema fuera un poema.
Conclusión
         Desconfiamos del “retorno a la ética” moderna y adscribimos a la crítica que formula Badiou en su ensayo. Si los distintos intentos, permanentes por cierto, de cambiar el statu quo han fracasado; si lo que se advierte son cambios de maquillaje que se van adecuando a las distintas circunstancias escénicas por la existencia de fallas que aparecen promovidas por hechos injustos, injusticia leída como tal desde todos los sectores. Si los vulgares inconformismos marcan agendas que dejan mal parados a los especialistas integrantes de un élite y si en las aristocracias aparecen movimientos que evidencian que todo no es igual, el derecho moderno requiere un cambio profundo que, como se dijo antes, es difícil promover con exactitud (o sin riesgo de postular verdaderos disparates) y saber si tal empresa debe ser causa o consecuencia del devenir social. El sujeto de derecho es activo y pasivo simultáneamente. Si bien esta característica se da en cualquier disciplina humana es fácil ver de qué manera esta proposición aplicada a otra actividad, por ejemplo la atención de la salud, no tiene al sujeto en esa situación paradójica. Esto, que abordamos en este humilde ejercicio, busca poner negro sobre blanco (seguramente sin lograrlo pero no sin intentarlo), la necesidad de revisar ciertas consideraciones que a la hora de recorrer la crítica de lo actuado y proponer nuevos caminos, es probable que no se tengan en cuenta porque forman parte de ese bagaje que, a fuerza de ser el mismo con el que se transita el día a día, parece innecesario revisar. Vemos en Badiou que el convencionalismo de Occidente construyó una ética en función de un hombre que el mismo Occidente creó, adaptando el concepto de hombre a la ética y no a la inversa, es decir, sin considerar la singularidad de cada hombre, y solo quien adscriba a los cánones establecidos por Occidente puede tener derechos y merece ser calificado de hombre, pues de lo contrario, quien no se adapte a ellos, permanecerá en el mundo del Mal y de la barbarie.
Badiou demuestra en su ensayo que en la “ideología ética” las tendencias intelectuales de nuestro tiempo son, en el mejor de los casos, variantes de la vieja predicación moralizante, y en el peor, la mezcla amenazante del conservadurismo y de la pulsión de muerte, y que en la corriente de opinión que invoca la “ética” a cada instante, se advierte un grave síntoma de renunciamiento a lo único que distingue a la especie humana del viviente depredador que ella es también: la capacidad de entrar en la composición y el devenir de algunas verdades eternas. Desde este punto de vista, la ideología “ética” es, en nuestras sociedades, el principal (pero transitorio) adversario de todos aquellos que se esfuerzan por hacer justicia a un pensamiento, cualquiera que éste sea. En suma, para Badiou, la ética de las verdades no se propone ni someter al mundo al reino abstracto de un derecho, ni luchar contra un mal exterior y radical. Al contrario, ella intenta, por su propia fidelidad a las verdades, evitar el Mal, del cual ha reconocido que es su revés o su faz oscura. Pareciera ser que las soluciones a los grandes temas nunca requirieran de una profunda operación desde un llamado de atención igual de profundo, que haga foco en que las grandes revoluciones, en su imposibilidad de concreción, en lugar de llevar adelante el ideal de continuar la búsqueda (y aún no conformarse con el logro a medias en el caso de aquello que la misma revolución consideraría un logro de mediano plazo o de mitad de camino), abandonan esa lucha y se someten a los principios establecidos, justificándose no solo en la imposibilidad de su logro por el apreciable desequilibrio de fuerzas observado, sino también en la comodidad y conveniencia de analizar si algún nuevo statu quo conservador no estaría ya proporcionando algo de aquella búsqueda. Seguramente así sea, pero con ese criterio no tendríamos nada que cuestionar y el mundo seguiría andando. El tema es ¿bajo qué preceptos y condiciones? Y ¿cuándo el cuerpo de ideas se hará demasiado grande, tanto que sea imposible cuestionarlo, cambiarlo y entonces, no será siquiera necesario ese cuerpo de ideas porque todo lo decidirá con arbitrariedad absoluta el gran hermano? Creemos que no debemos renunciar a continuar esa búsqueda, continuarla en el sentido que Badiou expone, donde la ética “combina bajo el imperativo ¡Continuar! una facultad de discernimiento (no quedar atado a los simulacros), de coraje (no ceder) y de reserva (no dirigirse a los extremos de la Totalidad)”.
REFERENCIAS:
Unidad V (Programa): Alain Badiou, “Etica”, en VV.AA., Batallas éticas, Buenos Aires, Nueva Visión, 1997. “La Ética – ensayo sobre la conciencia del Mal”. Texto completo en http://www.iade.org.ar/modules/descargas/visit.php?cid=7&lid=125 (Instituto Argentino para el Desarrollo)
Los siguientes segmentos, entre otros, tomados de la obra de Badiou nos indujeron a formular las reflexiones expuestas:
La ética es un principio para el juzgamiento de las prácticas de un Sujeto, sea este sujeto individual o colectivo.
Se supone que existe un sujeto humano por todos reconocible y que posee “derechos” de alguna manera naturales: derecho de supervivencia, de no ser maltratado, de disponer de libertades “fundamentales” (de opinión, de expresión, de designación democrática de los gobiernos, etc.). Estos derechos se los supone evidentes y son el objeto de un amplio consenso. La “ética” consiste en preocuparse por estos derechos, en hacerlos respetar.
Este retorno a la vieja teoría de los derechos naturales del hombre, está evidentemente ligado al desfondamiento del marxismo revolucionario y de todas las figuras del compromiso progresista que de él dependían. Desprovistos de todas las referencias colectivas, desposeídos de la idea de un “sentido de la Historia”, no pudiendo esperar más una revolución social, numerosos intelectuales, y con ellos amplios sectores de opinión, han adherido en política a la economía de tipo capitalista y a la democracia parlamentaria. En filosofía han redescubierto las virtudes de la ideología constante de sus adversarios de la víspera: el individualismo humanitario y la defensa liberal de los derechos contra todas las coacciones del compromiso organizado. Antes que buscar los términos de una nueva política de emancipación colectiva, adoptaron, en suma, las máximas del orden “occidental” establecido. Al hacerlo, diseñaron un violento movimiento reactivo, respecto de todo lo que los años sesenta habían pensado y propuesto.
Cuando los que sostienen la ideología “ética” contemporánea proclaman que el retorno al Hombre y a sus derechos nos ha liberado de las “abstracciones mortales” engendradas por “las ideologías”, se burlan del mundo. Seríamos dichosos si viéramos hoy una preocupación tan constante por las situaciones concretas, una atención tan sostenida y tan paciente concentrada en lo real, un tiempo tan vasto consagrado a la búsqueda interesada por las gentes más diversas y más alejadas, en apariencia, del medio ordinario de los intelectuales, como aquellas de los que hemos sido testigos entre 1965 y 1980.
La ética es aquí concebida a la vez como capacidad a priori para distinguir el Mal (ya que en el uso moderno de la ética, el Mal -o lo negativo- está primero: se supone un consenso sobre lo que es bárbaro) y como principio último del juzgar, en particular del juicio político: es lo que interviene muy patentemente contra un Mal identificable a priori. El derecho mismo es ante todo el derecho “contra” el Mal. Si se exige el “Estado de derecho”, es porque él se basta a sí mismo para autorizar un espacio de identificación del Mal (es la “libertad de opinión” la que, en la visión ética, es en primer lugar libertad de designar el Mal) y provee los medios para arbitrar cuando el asunto no está claro (sistemas de precauciones judiciales).
El centro de la cuestión es la suposición de un Sujeto humano universal, capaz de ordenar la ética según los derechos del hombre y las acciones humanitarias.
En segundo lugar, porque si el “consenso” ético se funda sobre el reconocimiento del mal, de ahí resulta que toda tentativa de reunir a los hombres en torno de una idea positiva del Bien, y más aún, de identificar al Hombre por un tal proyecto, es en realidad la verdadera fuente del mal mismo. Es lo que se nos inculca desde hace quince años, todo proyecto de revolución, calificada de “utópica” gira, se nos dice, a la pesadilla totalitaria. Toda voluntad de inscribir una idea de la justicia o de la igualdad vira hacia lo peor. Toda voluntad colectiva del Bien hace el Mal. Ahora bien, esta sofística es devastadora. Puesto que si se trata de hacer valer, contra un mal reconocido a priori, el compromiso ético, ¿de dónde procederá el proyecto de una transformación cualquiera de lo que es? ¿De dónde sacará el hombre la fuerza para ser el inmortal que él es? ¿Cuál será el destino del pensamiento, del que se sabe que, o bien es invención afirmativa o no es?
Por último, por su determinación negativa y a priori del Mal, la ética se prohíbe pensar la singularidad de las situaciones, que es el comienzo obligado de toda acción propiamente humana. Así, el médico adherido a la ideología “ética” meditará en reuniones y en comisiones toda clase de consideraciones sobre los “enfermos” concebidos exactamente al modo en que lo es para el partidario de los derechos humanos, la multitud indistinta de víctimas: totalidad “humana” de reales subhombres. Pero el mismo médico no tendrá ningún inconveniente en que esta persona no sea atendida en el hospital, con todos los medios necesarios, porque no tiene sus papeles o no está matriculado en la Seguridad Social.

Dr. José Gabriel Yamuni Chaer - Oscar Laiguera - agosto de 2014